Francisco Murió En Un Ascensor, Prevost Elegido Antes De Lo Declarado, Y El Nuevo Rumbo Del Dicasterio Comunicacional
Qué cómo vamos a dar pábulo a semejantes reconstrucciones tan fantasiosas, que somos unos chismosos, unos lengualarga. Piense Usted lo que guste, si es de los que después de cuatro décadas sigue creyendo que un Papa murió en su lecho de un fulminante “infarto al miocardio” mientras leía “La Imitación De Cristo”, se lo respetamos, tal candidez es digna de encomio. Ello no obsta para discrepar, y es por lo que nos atrevemos a traducir este ensayo, si le podemos decir así, de Luigi Bisignani aparecido en Il Tempo, Jun-01-2025 (con adaptaciones).
Mayoría de cardenales con Prevost en el primer escrutinio, pero él pidió otro para la confirmación
Francisco murió en un ascensor. León XIV fue elegido dos veces
Bergoglio murió en Santa Marta mientras lo llevaban de regreso al Gemelli
Luigi Bisignani
La versión de Santa Marta. Con cada muerte de un Papa, las historias del detrás de escena se multiplican: silencios, señales crípticas, sugestiones en púrpura. Se narra de Espíritus Santos que descienden para inspirar cónclaves, de cardenales recogidos en oración, mientras que el Soplo —como siempre— llega de donde nadie lo esperaba. Pero en los corredores del Vaticano, entre el último aliento y la fumata blanca, a menudo se abre un interregno gris, hecho de esperas, maniobras y omisiones. Ahí es donde se juega el verdadero poder. Ahí es donde incluso la muerte, como el voto, se viste de política.
Hay pontífices que fallecen entre velas y salmos, en su propia cama, rodeados de monjas, confesores y cardenales. Y luego están aquellos que exhalan su último aliento en otro lugar, en una vana carrera hacia el hospital. Esto es lo que parece haberle sucedido al Papa Francisco. Un final rivado de rituales, sin testimonios oficiales, increíblemente sin el sacramento de la extremaunción. Y sobre todo, sine veritate. Al menos hasta que todo ha sido diligentemente fijado.
La versión oficial informa que Francisco ha expirado a las 7:35 del 21 de abril de 2025, en su habitación de Santa Marta. Pero desde esas habitaciones —ahora en desmantelamiento y con el secretario de Bergoglio ya enviado con maletas en la mano a la Domus Romana Sacerdotalis, en la vía Transpontina— comienzan a filtrarse narraciones diferentes. La crisis se habría manifestado antes del alba, con un empeoramiento rápido e irreversible. El enfermero personal de Bergoglio, Massimiliano Strappetti, intentó buscar en vano llevarlo al Gemelli. «El Papa no debe morir», aparentemente repetía como una letanía. Luego, nada. Entre el segundo piso y la planta baja, en silla de ruedas en el ascensor de Santa Marta, Francisco muere. «El cuerpo, con el rostro y las manos arrugadas, quizá por el dolor, fue llevado discretamente a la habitación papal, donde fue recompuesto. Manos cruzadas, frente serena. O al menos así debía parecer. La tanatopraxia —el tratamiento para la preservación temporal del cuerpo— hizo el resto. El anuncio oficial se hizo solo dos horas más tarde, a las 9:47, con voz solemne del Camarlengo, el cardenal Kevin Farrell, flanqueado por Parolin, Peña Parra y Monseñor Ravelli. Pero en esas dos horas, la «escena» ya había sido, como se suele decir, «asegurada».
Strappetti, de enfermero a maestro de ceremonias en la sombra, se convierte en el único filtro entre Francisco y el mundo. El hombre que poco a poco se había distanciado de los médicos oficiales, ahora se convierte en el custodio de los restos de Francisco y de los últimos secretos. Junto a él, esa mañana, aparece el inefable Stefano De Santis, comisario de la Gendarmería Vaticana, acusador implacable en el caso Becciu. Hombre en la sombra de las habitaciones pontificias, gestor de la seguridad y de los accesos. Ambos, en esas horas, controlan todo y a todos.
Y aquí comienza el segundo acto: el de las últimas voluntades del Santo Padre. En los meses precedentes, mientras su salud se debilitaba visiblemente, nombramientos, revocaciones y decisiones sorprendentes seguían surgiendo del segundo piso de Santa Marta. El obispo cubano García Ibáñez, aparentemente muy cercano a regímenes de dudosa ortodoxia, es promovido ante el descontento de las comunidades locales. El cardenal Kasujja es «elevado» en forma casi honorífica como señal para la diplomacia africana. Episcopados enteros, como el alemán, están prácticamente deslegitimados. Todo esto ocurrió mientras Francisco estaba cada vez menos presente en público, más frágil.
Y, finalmente, el dramático golpe de escena.Estamos en el tercer día de las Congregaciones Generales, antes del Cónclave: en los pasillos de lo único que se habla es del caso Becciu. A los cardenales se les muestra, brevi manu, una hoja mecanografiada, al más puro estilo leguleyo: tres páginas, sin encabezamientos, ningún protocolo. Solo una letra al final: «F». Allí se lee que el Papa Francisco, en forma reservada, ha excluido al Cardenal Becciu del Cónclave. Ningún acto canónico, nunguna firma autógrafa. Becciu se retira en silencio y, quizás, Prevost lo recompensa con una de sus primeras audiencias.
Como con Juan Pablo II, así también con Francisco, la muerte fue gestionada por unos pocos y, probablemente en el tiempo necesario para «reorganizar» los dossier.
Incluso Wojtyla, en su ocaso, firmó nombramientos discutidos: elevó a su secretario. Stanislaw Dziwisz a obispo, preparó la ascensión de Marc Ouellet a la Curia, canonizó rápidamente a Josemaría Escrivá, blindando al Opus Dei. El santo de Wadowice fue declarado muerto a las 21:37 del 2 de abril de 2005: ese día se le atribuyeron otra serie de nombramientos episcopales. Pero muchos afirman que falleció al menos una hora antes. Allí también se suspendió la hora del fallecimiento para poner orden.
Y finalmente el último Cónclave. Incluso para León XIV —exceptuado el Espíritu Santo y el absoluto secreto de El Cónclave— empiezan a filtrarse fragmentos de verdad sobre los resultados de las votaciones y del momento del anuncio. Con los cardenales exhaustos tras la primera cita, una larga meditación sobre el Espíritu y la pobreza de la Iglesia, a cargo del cardenal capuchino Raniero Cantalamessa, predicador emérito de la Casa Pontificia, nombrado cardenal diácono sin ser obispo, a petición propia, pues ya tenía más de ochenta años. La Capilla Sixtina, privada de servicios sanitarios, ha albergado más acrobacias prostáticas que ascensiones espirituales. Sin embargo, desde la primera votación, todo parecía claro. Especialmente para el Secretario de Estado, Pietro Parolin, quien se detuvo en una cincuentena de votos: quince menos de los prometidos. Prevost, un outsider norteamericano, unos veinte votos; seguido por el candidato estrella de los conservadores, el arzobispo húngaro Peter Erdö. Los diversos Zuppis, Pizzaballas y el filipino Tagles: ausentes.
Para Prevost fue un paseo celestial con Parolin, quien inmediatamente le ofreció sus votos. Hay quienes insinúan que Prevost ya había sido elegido Papa por la mañana, pero que pidió una segunda votación postmeridiana, más coral. Antes de vestirse de blanco, regresó a Santa Marta para escribir el discurso sobre la paz «desarmada y desarmante» que encantó al mundo. Un texto leído poco después, ya mecanografiado. Nada improvisado en la Sala de las Lágrimas, antaño refugio temporal tras las elecciones. Quién sabe si quien desmienta estos rumores será pronto la verdadera y probable nueva estrella de la comunicación, Valentina Alazraki, periodista de televisión mexicana, que pronto ocupará el lugar de ese trío apocalíptico [Matteo] Bruni, [Andrea] Tornielli y [Paolo] Ruffini.
Sólo el Cielo sabe si todo esto es cierto. Pero en el Vaticano, como bien sabemos, la verdad rara vez se puede verificar. Y a menudo, precisamente por eso, la duda es la única cosa creíble.