Como estaba previsto, se celebró hoy la Misa con ordenaciones presbiterales presidida por León XIV en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, las primeras de su pontificado.
Esta es una traduccion al español de la homilía pronunciada por León para la ocasión (la traduccion oficial deberá aparecer aquí).
Follow @SECRETUMMEUMQueridos hermanos y hermanas!
Hoy es un día de gran alegría para la Iglesia y para cada uno de ustedes, queridos ordenandos, junto con sus familias, amigos y compañeros de camino durante los años de formación. Tal como lo subraya el Rito de la Ordenación en varios momentos, es fundamental la relación entre lo que celebramos hoy y el pueblo de Dios. La profundidad, la amplitud e incluso la duración de la alegría divina que hoy compartimos es directamente proporcional a los lazos que existen y que crecerán entre ustedes, ordenandos, y el pueblo del cual provienen, al cual siguen perteneciendo y al que ahora son enviados. Me detendré en este aspecto, recordando siempre que la identidad del sacerdote depende de su unión con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
Somos pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II nos ha hecho tomar conciencia de ello con mayor viveza, casi anticipando un tiempo en que las pertenencias serían más frágiles y el sentido de Dios más difuso. Ustedes son testimonio de que Dios no se ha cansado de reunir a sus hijos, incluso siendo distintos, y de constituirlos en una unidad viva. No se trata de una acción impetuosa, sino de esa “brisa suave” que devolvió esperanza al profeta Elías en la hora del desaliento (cf. 1 Re 19,12). La alegría de Dios no hace ruido, pero transforma realmente la historia y nos acerca unos a otros. De ello es icono el misterio de la Visitación, que la Iglesia contempla en este último día de mayo. Del encuentro entre la Virgen María y su prima Isabel brota el Magnificat, el canto de un pueblo visitado por la gracia.
Las lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a comprender lo que también está ocurriendo hoy entre nosotros. Jesús, en el Evangelio, no se deja abatir por la cercanía de la muerte ni por las relaciones rotas o inacabadas. El Espíritu Santo, por el contrario, fortalece aquellos lazos amenazados. En la oración, esos vínculos se hacen más fuertes que la muerte. Jesús, en vez de pensar en su destino personal, pone en las manos del Padre los lazos que ha construido en esta tierra. ¡Nosotros somos parte de esos vínculos! El Evangelio ha llegado hasta nosotros gracias a vínculos que el mundo puede desgastar, pero no destruir.
Queridos ordenandos, ¡concíbanse ustedes mismos al modo de Jesús! Ser de Dios —siervos de Dios, pueblo de Dios— nos liga a la tierra: no a un mundo ideal, sino al mundo real. Como Jesús, las personas de carne y hueso que el Padre pone en su camino son aquellas a quienes deben consagrarse, sin alejarse, sin aislarse, sin convertir el don recibido en una especie de privilegio. El Papa Francisco nos advirtió muchas veces sobre esto, porque la autorreferencialidad apaga el fuego del Espíritu misionero.
La Iglesia es, por naturaleza, extrovertida, como lo fueron la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. En cada Eucaristía ustedes repetirán sus palabras: «esto es por ustedes y por todos». A Dios nadie lo ha visto. Él se ha acercado a nosotros, ha salido de sí mismo. El Hijo se ha convertido en su exégesis, en el relato vivo. Y nos ha dado el poder de ser hijos de Dios. ¡No busquemos otro poder!
El gesto de la imposición de las manos, con el que Jesús bendecía a los niños y curaba a los enfermos, renueve en ustedes la fuerza liberadora de su ministerio mesiánico. En los Hechos de los Apóstoles, ese gesto —que dentro de poco repetiremos— transmite el Espíritu creador. Así, el Reino de Dios une hoy sus libertades personales, dispuestas a salir de sí mismas, y enlaza su inteligencia y juventud con la misión jubilar que Jesús ha confiado a su Iglesia.
En su despedida de los ancianos de Éfeso —de la cual escuchamos un fragmento en la primera lectura— san Pablo transmite el secreto de toda misión: «El Espíritu Santo los ha constituido como custodios» (Hch 20,28). No como amos, sino como custodios. La misión es de Jesús. Él ha resucitado, está vivo y va delante de nosotros. Ninguno de nosotros está llamado a reemplazarlo. El día de la Ascensión nos educa a su presencia invisible. Él confía en nosotros, nos hace espacio, hasta el punto de decir: «Les conviene que yo me vaya» (Jn 16,7). También nosotros, los obispos —queridos ordenandos—, al involucrarlos hoy en la misión, les hacemos espacio. Y ustedes harán espacio a los fieles y a toda criatura, en quienes el Resucitado está presente y desea sorprendernos con su visita. El pueblo de Dios es más numeroso de lo que vemos. No pongamos límites a sus fronteras.
De san Pablo y de su conmovedor discurso de despedida, quisiera subrayar una segunda expresión, que en realidad antecede a todas las demás. Él dice: «Ustedes saben cómo me he comportado con ustedes durante todo este tiempo» (Hch 20,18). ¡Grabemos esta expresión en el corazón y en la mente! «Ustedes saben cómo me he comportado»: transparencia de vida. Vidas conocidas, vidas legibles, vidas creíbles. Estemos dentro del pueblo de Dios, para poder estar delante de él con una presencia creíble.
Juntos, entonces, reconstruiremos la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, en medio de una creación herida. No somos aún perfectos, pero es esencial ser creíbles.
Jesús resucitado nos muestra sus llagas y, aunque son señal del rechazo humano, nos perdona y nos envía. ¡No lo olvidemos! Él sopla también hoy sobre nosotros (cf. Jn 20,22) y nos convierte en ministros de esperanza. «Así que ya no miramos a nadie según criterios meramente humanos» (2 Cor 5,16): todo lo que a nuestros ojos parece roto y perdido, ahora aparece marcado por la reconciliación.
«El amor de Cristo nos posee», queridos hermanos y hermanas. Es una posesión que libera y nos capacita para no poseer a nadie. Liberar, no poseer. Somos de Dios: no hay riqueza mayor que esa. Y es la única riqueza que, cuando se comparte, se multiplica. Queremos llevarla al mundo que Dios tanto amó que entregó a su Hijo único (cf. Jn 3,16).
Así cobra pleno sentido la vida ofrecida por estos hermanos que en breve serán ordenados presbíteros. Les damos las gracias a ellos y agradecemos a Dios que los ha llamado al servicio de un pueblo sacerdotal. Juntos, unimos cielo y tierra. En María, Madre de la Iglesia, resplandece ese sacerdocio común, que enaltece a los humildes, une generaciones y nos hace llamarnos bienaventurados (cf. Lc 1,48.52). Que ella, Virgen de la Confianza y Madre de la Esperanza, interceda por nosotros.